Érase una vez un árbol de
Navidad cuyos adornos no paraban de discutir. Tan solo llevaban unos días
colgados en el enorme abeto del salón y las quejas eran constantes.
La bola escarlata, la más
grande y hermosa de todas, estaba hecha de cristal con adornos de oro y se
caracterizaba por su magnífica voz de soprano con la que cantaba villancicos
todos los años mientras que, el resto de bolas más pequeñas—que eran de color plata
y estaban cubiertas de purpurina— le hacían los coros. Ocurría muy a menudo que
la bola escarlata se enfadaba con las pequeñas bolas de purpurina, pues a veces
eran algo perezosas para cantar. Pero además de las bolas navideñas que
decoraban el árbol, también había en
éste otros adornos que pasaban sus días lamentándose.
—
¿Soy
yo el único que tiene calor aquí? —preguntaba nervioso el adorno con forma de
muñeco de nieve—. La señora Clarisa ya ha vuelto a encender la chimenea ¿Es que
no piensa en mi? ¡Que alguien me quite esta calurosa bufanda!
—
Pues
claro que no piensa en ti, lo único que le preocupa es que su árbol sea el más
bonito de todo el vecindario. El año pasado me tocó a mi al lado de la
chimenea. Este año estoy más escondido, pero me resulta tremendamente aburrido ¡No
puedo ver nada de lo que pasa! — le contestó un duendecillo de gorro verde y
nariz respingona que estaba colgado en la parte del abeto que quedaba más
escondida, frente a la pared.
—
¿Podéis
cerrar la boca, por favor? No dejáis dormir a nadie— suplicó el reno de nariz
roja emitiendo un sonoro bostezo.
—
El
reno tiene razón. Es hora de dormir y recitar todos nuestra oración —recordó el
angelito.
—
¿Tenemos
que rezar todos?— preguntó un regordete Papá Noel.
—
Por
supuesto que tú también, Santa Claus— le respondió el Rey Melchor que se
encontraba colgado muy cerca del angelito.
El angelito comenzó a rezar y
todos los demás adornos hicieron lo mismo sin rechistar. Minutos después todos
se quedaron profundamente dormidos.
Al día siguiente, pasó algo
inesperado para los habitantes del árbol de Navidad. El señor de la casa, colgó
un bastón de caramelo en el árbol y su llegada causó un gran revuelo.
—
¡Ohh!
¿Quién es usted?— preguntó una de las
pequeñas bolas de purpurina y plata.
—
¡Qué
delgado y apuesto es! ¡Es tan elegante!— susurraban entre ellas.
—
Soy
un bastón de caramelo, uno de los dulces más exquisitos de la Navidad, la
envidia de todos los demás. Entendiendo perfectamente que no os podáis resistir
a mis encantos— dijo mientras guiñaba un ojo a las pequeñas bolas plateadas.
—
¡Es
usted un engreído! —gritó la gran bola escarlata—.Puede irse por donde ha
venido. Ya éramos suficientes aquí.
—
Habló
la gorda. Usted ocupa medio abeto, si se pusiera a adelgazar un poco cabrían
muchos más adornos.
Y así fue como los adornos se
pusieron otro año más a discutir entre ellos. En esta ocasión, mucho más que
otras veces, pues la llegada del bastón de caramelo había causado un gran
alboroto.
Al día siguiente y para la desdicha
del bastón, la hija del matrimonio fue directa al árbol a comérselo. La pequeña
Nora lo descolgó y se lo llevó a la boca. Entonces el bastón comenzó a gritar.
—
¡Niña!
¡Te ordeno que me saques de aquí y me devuelvas al árbol! ¡Un bastón con un
cuerpo tan esbelto y elegante como el mío no puede desaparecer tan pronto!
—gritó.
—
Es
presumido hasta cuando está a punto de morir — rió la bola escarlata.
Pero como los niños viven en
el reino de la magia, Nora podía entender a la perfección las palabras de los
adornos. Y su buen corazón le hizo tener piedad del fanfarrón bastón.
—
Está
bien. No te comeré—dijo mientras volvía a colgar en el árbol el bastón de
caramelo—. Pero por favor, tenéis que dejar de discutir ya. Ayer, mientras mamá
me contaba el cuento de la estrella de Belén, os oía discutir en el salón.
—
¡Esa
es mi Nora! —exclamó el adorno Rey Melchor—. Otro año más tendrás muchos
regalos.
Entonces a la niña se le
ocurrió una idea y corrió a hablar con su madre. Juntas fueron a comprar una
estrella dorada, pues el árbol estaba coronado con un simple lazo rojo.
Una vez en casa, remplazó el
lazo por la estrella y les explicó a los adornos que, a partir de ese momento,
la estrella sería quien mandaría en el árbol para así ahorrarles discusiones en
su convivencia.
En ese momento la estrella
brilló y sus destellos de luz iluminaron hasta la última rama del árbol.
También los adornos se llenaron de luz y de paz. Y a partir de entonces, los habitantes
del árbol estuvieron guiados por esa luz de estrella que también puede verse siempre en el cielo. Esa luz
que llena nuestros corazones de amor y de la cual dependen nuestras vidas.